domingo, 22 de marzo de 2020
AMOR FATI Y EL ETERNO RETORNO
Amor Fati: Sabiduría Gloriosa Para La Grandeza del Hombre. El amor al destino.
El Eterno Retorno.
“Mi fórmula para la grandeza en el ser humano es amor fati: que uno no quiera que nada sea diferente, ni hacia adelante, ni hacia atrás, ni en toda la eternidad”
Friedrich Nietzsche.
Amor fati significa amor al destino y no lo inventó Nietzsche, sino que es un antiguo concepto estoico.
El estoicismo es la filosofía de los fuertes, de los ganadores, la mentalidad de un triunfador que no muestra debilidad ni arrepentimiento. No es por casualidad que este concepto surgiera de ellos: No se trata de aceptar el destino, se trata de amarlo. El presente, sea cual sea, es una oportunidad.
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ETERNO RETORNO
Nietzsche habló del "eterno retorno". Era un concepto bastante extendido en la antigüedad en varias culturas, desde la India hasta Grecia, Egipto… Quedan rastros del eterno retorno en la Biblia:
“Lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará; no hay nada nuevo bajo el sol”
Eclesiastés 1:9
El eterno retorno constituye una doctrina moral y una reflexión acerca del tiempo y es una crítica a la cultura occidental y a su concepción del tiempo lineal de la cultura judeo cristiana medieval moderna, un tiempo aniquilador, destructor que se opone a la vida y a la voluntad de poder, propia del superhombre.
Así, el tiempo va más allá de una sucesión de momentos desde el pasado, al presente y después al futuro , reivindicando el valor del instante, el cual se revela en un tiempo circular, eterno. Solo existe el devenir, en su crear y destruir el mundo. Esto significa que cada instante es único y eterno, y este es el sentido de toda existencia.
La doctrina del eterno retorno intenta ser una llamada a la voluntad humana, ya que el eterno retorno se construye con cada decisión.
Nietzsche afirma que la incapacidad para aceptar el eterno retorno, nace del resentimiento contra la vida, de no poder asumir que todo lo que fue, ha sucedido, porque así lo hemos querido. Esto es lo que significa querer el eterno retorno. Según Gilles Deleuze, la doctrina del eterno retorno supone la total inversión de la filosofía de Platón.
Es la definición del paraíso para el superhombre. Y esa tiene que ser la meta.
Amor fati trata de amar al destino: lo bueno y lo malo. Lo bueno sin lo malo, no vale nada. Todo sirve y se puede aprovechar, incluso el sufrimiento, aunque sea solo para resaltar la felicidad de la vida.
El Verdadero Amor Fati Es Una Fuerza Activa.
Para realmente amar al destino hay que tomar un rol activo. Hacer las cosas. No dudar. No desaprovechar oportunidades. Negar tu propio destino, claramente no es amor fati.
Lo importante es que amar al destino (amor fati) es actuar hacia él, jugar un papel activo: arriesgar y buscar. Requiere acción y agresión. Esa es la única manera de alcanzar la grandeza humana.
“Mi fórmula para la grandeza en el ser humano es amor fati: que uno no quiera que nada sea diferente, ni hacia adelante, ni hacia atrás, ni en toda la eternidad”
Friedrich Nietzsche
"Cada setecientos años reverdecerá el laurel".
El renacer de ciertas ideas paganas y luminosas, concepciones del mundo, cosmogonías cuya llama nunca se extingue.
La idea del Eterno Retorno al parecer se arrastraba ya con otros nombres desde siglos atrás. Por ejemplo, Platón en uno de sus escritos menciona el movimiento circular en que caen las almas:
“Todo va, todo vuelve, eternamente gira la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer, eternamente trascurre el año del ser. Todo se rompe, todo se recompone, eternamente la misma casa del ser se construye a sí misma. Todo se despide, todo vuelve a saludarse, eternamente permanece fiel a sí el anillo del ser. En cada instante comienza el ser; en torno a todo ‘aquí’ gira la esfera ‘allá’. El centro está en todas partes. Curvo es el sendero de la eternidad” (“El Convaleciente”)[3].
La doctrina del eterno retorno no es descriptiva, sino prescriptiva: el eterno retorno debe instituirse por medio de una decisión humana para que realmente cada momento posea todo su sentido. El resentimiento contra la vida nace de la incapacidad de asumirla plenamente, y asumirla plenamente es aceptar que todo lo que fue, fue porque así lo hemos querido. No significa la repetición de las cosas concretas, sino que se concibe más bien como una doctrina moral: es el sí a la vida, la afirmación de la vida y del sentido trágico y dionisíaco de la misma, que se asocia al concepto del amor al destino o amor fati.
Nietzsche habló del Eterno Retorno. Sus palabras al respecto fueron las siguientes:
" ¡Todo vuelve y retorna eternamente, cosa a la que nadie escapa!".
"El principio de la persistencia de la energía exige el Eterno Retorno"
" La medida de la fuerza ( como dimensión ) es fija, pero su esencia es fluida "
"El mundo es un círculo que ya se ha repetido una infinidad de veces y que se seguirá repitiendo in infinitum."
El simbolismo del Ouroboros
El simbolismo del Ouroboros
El uróboros u ouroboros es un símbolo ancestral que muestra un gusano, una serpiente o un dragón alado engullendo su propia cola y formando así un círculo. En algunas representaciones antiguas aparece complementada con la inscripción griega Hen to pan, es decir el Uno, el Todo. El ouroboros reune, así, los contenidos de varios símbolos en uno: la serpiente, las alas, el suicidio, el círculo.
La serpiente representa la sabiduría ancestral, el mito primigenio del mundo subterráneo. Las alas, más allá de simbolizar lo espiritual, son la sublimación de lo material. La autodestrucción o suicidio es el hecho de que el animal se devore a sí mismo, que es a su vez metáfora del ciclo vital, donde no hay frontera clara entre inicio y fin. El círculo es la idea sintética de la perfección.
Orígenes
Se asocia a la alquimia, al gnosticismo y al hermetismo. Representa la naturaleza cíclica de las cosas, el eterno retorno y otros conceptos percibidos como ciclos que comienzan de nuevo en cuanto concluyen. En un sentido más general simboliza el tiempo y la continuidad de la vida. En algunas representaciones el animal se muestra con una mitad clara y otra oscura haciendo recordar la dicotomía de otros símbolos similares como el yin y el yang.
Se cree que está inspirado en la Vía Láctea, pues algunos textos antiguos hacen referencia a una serpiente de luz que mora en los cielos. En la mitología nórdica, la serpiente Jormungand llegó a crecer tanto que pudo rodear el mundo y apresarse su propia cola con los dientes. De la dinastía Chou en China (1200 ac) se han hallado grabados de ouroboros, simbolizando la continuidad de la vida con el dragón mordiéndose la cola.
Según la Enciclopedia Británica, el Uróboros u Ouroborus, es la emblemática serpiente del antiguo Egipto y la antigua Grecia, representada con su cola en su boca, devorándose continuamente a sí misma. Expresa la unidad de todas las cosas, las materiales y las espirituales, que nunca desaparecen sino cambian de forma perpetua en un ciclo eterno de destrucción y nueva creación.
El registro más antiguo de su aparición es en un libro de Alejandría, en el siglo II, que decía hen to pan, o "uno, todos". Aquí ya se lo presenta mitad blanco, mitad negro, demostrando la dualidad presente en todo.
Alquimia
Hermes -dios de la alquimia- define el ouroboros así: "Serpens cuius caudam devorabit", serpiente que devora su propia cola, simboliza al Mercurio alquímico. Simboliza la unidad cósmica, base del pensamiento hermético (Uno-Todo 'en to pan). Su forma circular, símbolo del mundo, es una alusión al "principio de clausura" o al secreto hermético. Por añadidura, enuncia la eternidad concebida como "eterno retorno". Lo que no tiene ni principio ni fin.
En la edad media a la serpiente llamada por los griegos Ouroboros se le asimiló con el dragón y se le impuso una actitud y un valor esotéricos, semejantes a los de la serpiente helénica. Dada la importancia de este emblema, es, con el sello de Salomón, el signo distintivo de la Gran Obra.
En la Alquimia, el Ouroboros simboliza la naturaleza circular de la obra del alquimista que une los opuestos: lo consciente y lo inconsciente. También es un simbolo de purificación, que representa los ciclos eternos de vida y muerte.
En el Ouroboros comienzo y fin se reencuentran en un ritual constante de autotragamiento, imagen emblemática de la Gran Obra como opus circularis. Esta concepción de la Obra está ligada al recorrido del sol tanto como al motivo de la peregrinación del héroe y al de la cuaternidad, ya que el sol se mueve por cuartos trazados en el cielo.
Dentro de la Gran Obra la cabeza del dragón o del Ouroboros, señala la parte fija, y su cola, la parte volátil del compuesto. En la iconografía alquímica el color verde se asocia con el principio mientras que el rojo simboliza la consumación del objetivo del Magnum Opus (la Gran Obra).
Análisis de René Guénon
En el ouroboros encontramos la unión del mundo ctónico - en la serpiente - con la del mundo celeste - en el círculo que esta forma -. En sí contiene la dualidad y el tercer elemento invisible y fundamental que hace que todo exista y que Ouroboros se muerda la cola y pueda engullirse a sí misma, recrearse y regenerarse eternamente.
Al autofecundarse sin cesar encontramos un afán de equilibrio ya que si creara vida sin poner un límite, tendríamos un cosmos atiborrado de seres y así entraríamos en el caos, o sea el no-ser. Este equilibrio lo es de los principios fundamentales que nos rigen, de vida, de muerte, del macho y la hembra, del Yin y del Yang.
Existe un detalle: para que la vida se manifieste es necesaria la muerte, ( por eso la ambivalencia del símbolo que contiene en sí significados opuestos y con ello nos lleva a la unidad) esto forma parte del equilibrio, por eso Ouroboros se muerde la cola.
Ouroboros vislumbra tres pasos de la manifestación de esa vida: creación, sustentación y destrucción (simbolizado claramente en la Trimurti hindú). Y nunca hay que perder de vista la esencia invisible que hace que esos tres aspectos sean diferentes fases de una única cosa. En conclusión, volvemos al tres que es uno.
En Alquimia esto se entiende como vida, muerte y resurrección ("mejor" vida). Es necesario que la paloma dentro de la redoma atraviese la oscuridad de la noche para poder llegar a la luz. Pasará por cientos de procesos para llegar a ella, pero debe conocer el dolor, o sea la transmutación final: el Rebis, la Unión, la síntesis perfecta de los contrarios.
Los principios antagónicos (dualidad) del Ars Magna, son el azufre (en ocasiones representados por un león) y el mercurio ( a menudo simbolizado por una serpiente); el azufre es Yang, masculino y fijo, y el mercurio es Yin, femenino y volátil. Y el tercer principio es la sal que brinda el equilibrio a los dos anteriores y permite su unión.
Análisis de Carl Jung
El psicólogo suizo Carl Jung vio en el ouroboros el mandala básico de la alquimia que existe desde la antigüedad (se remontó a la mitología egipcia). Anunció que esa serpiente engullendose a sí misma uno de los arquetipos de la psique humana.
Jung definió la relación del ouroboros con la alquimia:
“Los alquimistas, que a su manera, sabían más sobre la naturaleza del proceso de individualización que nosotros lo hacemos actualmente, expresaron esta paradoja con el símbolo del uroboros, la serpiente que engulle su propia cola. En la imagen histórica del uroboros está el pensamiento de devorarse a uno mismo y convertirse en un proceso circulatorio, porque era claro para los alquimistas más astutos que la materia prima del arte era el hombre mismo. El uroboros es un símbolo dramático para la integración y asimilación del contrario, es decir, de la sombra. Este proceso de la ' regeneración ' es al mismo tiempo un símbolo de la inmortalidad, puesto que el uroboros se mata sí mismo y se trae a la vida, se fertiliza y se da a luz. Él simboliza el que procede del choque de contrarios, y por lo tanto, constituye el secreto de la materia prima que proviene indiscutiblemente de la misma raíz del inconsciente del hombre.”
Fuente: Blog El legado del Alquimista.
sábado, 7 de marzo de 2020
La Tradición por Ernst Jünger
La Tradición por Ernst Jünger
Tradición: para una estirpe dotada de la voluntad de volver a situar el énfasis en el ámbito de la sangre, es palabra fiera y bella. Que la persona singular no viva simplemente en el espacio. Que sea, por el contrario, parte de una comunidad por la cual debe vivir y, dada la ocasión, sacrificarse; esta es una convicción que cada hombre con sentimiento de responsabilidad posee, y que propugna a su manera particular con sus medios particulares. La persona singular no se halla, sin embargo, ligada a una superior comunidad únicamente en el espacio, sino, de una forma más significativa aunque invisible, también en el tiempo.
La sangre de los padres late fundida con la suya, él vive dentro de reinos y vínculos que ellos han creado, custodiado y defendido. Crear, custodiar y defender: esta es la obra que él recoge de las manos de aquéllos en las propias, y que debe transmitir con dignidad. El hombre del presente representa el ardiente punto de apoyo interpuesto entre el hombre pasado y el hombre futuro. La vida relampaguea como el destello encendido que corre a lo largo de la mecha que ata, unidas, a las generaciones… las quema, ciertamente, pero las mantiene atadas entre sí, del principio al fin. Pronto, también el hombre presente será igualmente un hombre pasado, pero para conferirle calma y seguridad permanecerá el pensamiento de que sus acciones y gestos no desaparecerán con él, sino que constituirán el terreno sobre el cual los venideros, los herederos, se refugiarán con sus armas y con sus instrumentos.
Esto transforma una acción en un gesto histórico que nunca puede ser absoluto ni completo como fin en sí mismo, y que, por el contrario, se encuentra siempre articulado en medio de un complejo dotado de sentido y orientación por los actos de los predecesores y apuntando al enigmático reino de aquéllos de allá que aún están por venir. Oscuros son los dos lados, y se encuentran más acá y más allá de la acción; sus raíces desaparecen en la penumbra del pasado, sus frutos caen en la tierra de los herederos… la cual no podrá nunca vislumbrar quien actúa, y que es todavía nutrida y determinada por estas dos vertientes en las cuales justamente se fundan su esplendor sin tiempo y su suprema fortuna. Es esto lo que distingue al héroe y al guerrero respecto al lansquenete y aventurero: y es el hecho de que el héroe extrae la propia fuerza de reservas más altas que aquéllas que son meramente personales, y que la llama ardiente de su acción no corresponde al relámpago ebrio de un instante, sino al fuego centelleante que funde el futuro con el pasado. En la grandeza del aventurero hay algo de carnal, una irrupción salvaje, y en verdad no privada de belleza, en paisajes variopintos… pero en el héroe se cumple aquello que es fatalmente necesario, fatalmente condicionado: él es el hombre auténticamente moral, y su significado no reposa en él mismo únicamente, ni sólo en su día de hoy, sino que es para todos y para todo tiempo.
Cualquiera que sea el campo de batalla o la posición perdida sobre la que se halle, allí donde se conserva un pasado y se debe combatir por un futuro, no hay acción que esté perdida. La persona singular, ciertamente, puede andar perdida, pero su destino, su fortuna y su realización valen en verdad como el ocaso que favorece un objetivo más elevado y más vasto. El hombre privado de vínculos muere, y su obra muere con él, porque la proporción de esa obra era medida sólo respecto a él mismo.
El héroe conoce su ocaso, pero su ocaso semeja a aquel rojo sangre del sol que promete una mañana más nueva y más bella. Así debemos recordar también la Gran Guerra: como un crepúsculo ardiente cuyos colores ya determinan un alba suntuosa. Así debemos pensar en nuestros amigos caídos y ver en su ocaso la señal de la realización, el asentimiento más duro dirigido a la propia vida. Y debemos arrojar lejos, con un inmundo desprecio, el juicio de los tenderos, de aquellos que sostienen cómo “todo esto ha sido absolutamente inútil”, si queremos encontrar nuestra fortuna viviendo en el espacio del destino y fluyendo en la corriente misteriosa de la sangre, si queremos actuar en un paisaje dotado de sentido y de significado, y no vegetar en el tiempo y en el espacio donde, naciendo, hayamos llegado por casualidad.
No: ¡nuestro nacimiento no debe ser una casualidad para nosotros! Ese nacimiento es el acto que nos radica en nuestro reino terrestre, el cual, con millares de vínculos simbólicos, determina nuestro puesto en el mundo. Con él nos convertimos en miembros de una nación, en medio de una comunidad estrecha de ligámenes nativos. Y de aquí que vayamos después al encuentro de la vida, partiendo de un punto sólido, pero prosiguiendo un movimiento que ha tenido inicio mucho antes que nosotros y que mucho después de nosotros hallará su fin. Nosotros recorremos sólo un fragmento de esta avenida gigantesca; sobre este tramo, sin embargo, no debemos transportar sólo una herencia entera, sino estar a la altura de todas las exigencias del tiempo.
Y ahora, ciertas mentes abyectas, devastadas por la inmundicia de nuestras ciudades, surgen para decir que nuestro nacimiento es un juego del azar, y que “habríamos podido nacer, perfectamente, franceses lo mismo que alemanes”. Cierto, este argumento vale precisamente para quienes lo piensan así. Ellos son hombres de la casualidad y del azar. Les es extraña la fortuna que reside en el sentirse nacido por necesidad en el interior de un gran destino, y de advertir las tensiones y luchas de un tal destino como propias, y con ellas crecer o incluso perecer. Esas mentalidades siempre surgen cuando la suerte adversa pesa sobre una comunidad sancionada por los vínculos del crecimiento, y esto es típico de ellas. (Se reclama aquí la atención sobre la reciente y bastante apropiada inclinación del intelecto a insinuarse parasitariamente y nocivamente en la comunidad de sangre, y a falsear en ella la esencia según el raciocinio… es decir, a través del concepto, a primera vista correcto, de “comunidad de destino”.
De la comunidad de destino, sin embargo, formaría parte también el negro que, sorprendido en Alemania al inicio de la guerra, fue envuelto en nuestro camino de sufrimiento, en las tarjetas del pan racionado. Una “comunidad de destino”, en este sentido, se halla constituida por pasajeros de un barco de vapor que se hunde, muy diversamente de la comunidad de sangre: formada ésta por hombres de una nave de guerra que desciende hasta el fondo con la bandera ondeando).
El hombre nacional atribuye valor al hecho de haber nacido entre confines bien definidos: en esto él ve, antes que nada, una razón de orgullo. Cuando acaece que él traspase aquellos confines, no sucede nunca que él fluya sin forma más allá de ellos, sino en modo tal de alargar con ello la extensión en el futuro y en el pasado. Su fuerza reside en el hecho de poseer una dirección, y por tanto una seguridad instintiva, una orientación de fondo que le es conferida en dote conjuntamente con la sangre, y que no precisa de las linternas mudables y vacilantes de conceptos complicados. Así la vida crece en una más grande unidad, y así deviene ella misma unidad, pues cada uno de sus instantes reingresa en una conexión dotada de sentido.
Netamente definido por sus confines, por ríos sagrados, por fértiles pendientes, por vastos mares: tal es el mundo en el cual la vida de una estirpe nacional se imprime en el espacio. Fundada en una tradición y orientada hacia un futuro lejano: así se imprime ella en el tiempo. ¡Ay de aquél que cercena las propias raíces!… éste se convertirá en un hombre inútil y un parásito. Negar el pasado significa también renegar del futuro y desaparecer entre las oleadas fugitivas del presente.
Para el hombre nacional, en cambio, subsiste un peligro por otro lado grande: aquél de olvidarse del futuro. Poseer una tradición comporta el deber de vivir la tradición. La nación no es una casa en la cual cada generación, como si fuese un nuevo estrato de corales, deba añadir tan sólo un plano más, o donde, en medio de un espacio predispuesto de una vez por todas, no sirva otra cosa que continuar existiendo mal o bien. Un castillo, un palacio burgués, se dirán construidos de una vez y para siempre. Pronto, sin embargo, una nueva generación, empujada por nuevas necesidades, ve la obligación de aportar importantes cambios. O por otro lado la construcción puede acabar ardiendo en un incendio, o terminar destruida, y entonces un edificio renovado y transformado viene a ser construido sobre los antiguos cimientos. Cambia la fachada, cada piedra es sustituida, y todavía, ligada a la estirpe como se encuentra, perdura un sentido del todo particular: la misma realidad que fue en un principio. ¿Tal vez puede decirse que incluso tan sólo durante el Renacimiento o en la edad barroca ha existido una construcción perfecta? ¿Acaso es que entonces se detiene un lenguaje de formas válido para todos los tiempos? No, pero aquello que ha existido entonces, permanece de algún modo oculto en lo que existe hoy.
Y hoy en día, ello es quizás audazmente articulado como expresión de un sentir en las valoraciones de las supremas energías productivas, aun cuando a pesar de todo tal expresión es pensable únicamente sobre el terreno estratificado de la tradición. En cada línea, en cada unidad de medida, vibra secretamente eso que ha sido, y todavía esto es el presente y determina el rostro del conjunto, tanto como para elevarnos y arrastrarnos en el sentimiento que así se expresa: he ahí aquello que somos, ¡he ahí aquello que somos nosotros mismos! Y así debe ser. Así también, la sangre de la persona singular está mezclada por millares de corrientes de sangre misteriosa, a pesar de que esa persona singular no es por esto la suma de sus predecesores, no es sólo el portador de su voluntad y de la calidad de aquéllos, sino que, según una neta y bien definida peculiaridad, él es también él mismo. E igualmente, este es el caso para quien contempla la forma que abrazan la nación y el Estado. Ayer teníamos un imperio, hoy tenemos una república… mañana tendremos acaso de nuevo un imperio, y pasado mañana una dictadura. Cada una de estas figuras guarda, como invisible heredad, más o menos oculta en la profundidad de su lenguaje de formas, el contenido de aquello que es pasado; cada una de ellas tiene en cambio el deber de ser en todo y por todo ella misma, porque sólo así será alcanzada la plena valoración de la fuerza.
Esto vale también en estos momentos, para cada uno de nosotros. Ser herederos no significa ser epígonos. Y vivir en una tradición no quiere decir limitarse a aquella tradición. Heredar una casa comporta el deber de administrarla, y no ciertamente el de hacer de ella un museo. Se conservará así el consejo de los ancestros: “El reino deberá permanecer para nosotros (1)”, dijo Lutero depositando la piedra para edificar una iglesia; él sabía bien que un reino y un edificio, una fuerza y su expresión temporal, no son la misma cosa. “En verdad, el reino deberá permanecer para nosotros”, y esto vale también para cuanto nos ocupa, y una semejante voluntad de lo esencial se refiere también a nuestra real tradición: con la cual podemos contar bajo el techo de una república con la misma seguridad con la que puede acomodarse bajo un imperio. Aquello que de verdad importa es que la gran corriente de sangre se sirva de cada medio y de cada dispositivo ofrecido por el tiempo. [...]
No vivamos en un museo, sino en un mundo activo y hostil. No es tradición reavivada aquélla que el viejo soltero ostenta pintada sobre la propia cajetilla de cigarros, o aquélla exhibida en el adorno blanco y negro estampado sobre cada cenicero y sobre los tirantes. Esta no es sino propaganda en el sentido deteriorado, como, igualmente, formas de propaganda de pésimo gusto son en gran medida nuestros desfiles, las celebraciones conmemorativas y las jornadas de honorificación: empalagoso kitsch, bueno sólo para conquistar a algún simpatizante.
[...]
Sed en todo y para todo aquello que sois; entonces vuestro futuro y vuestro pasado vivirán en el fulcro, en el punto de apoyo ardiente del presente y en la más auténtica alegría de la acción. Tendréis entonces la verdadera tradición viviente y no sólo su centelleante reflejo, el cual podría proyectarse en cualquier sala de cine ciudadana.
* * *
La Tradición fue publicado originalmente en la revista Die Standarte (El Estandarte), publicación de la organización de excombatientes llamados los Stahlhelm (Cascos de acero): “Die Standarte. Beiträge für di geistige Vertiefung des Frontgedankens. Sonderbeilage des Stahlhelm. Wochenschrift des Frontsoldaten”. (“El Estandarte. Contribución para la profundización del pensamiento del frente. Suplemento extraordinario del semanal de los soldados del frente”) Magdeburgo, año 1, Nº 10 del 8 de Noviembre de 1925, pag.2.
Versión en español de Ángel Sobreviela.
Tradición: para una estirpe dotada de la voluntad de volver a situar el énfasis en el ámbito de la sangre, es palabra fiera y bella. Que la persona singular no viva simplemente en el espacio. Que sea, por el contrario, parte de una comunidad por la cual debe vivir y, dada la ocasión, sacrificarse; esta es una convicción que cada hombre con sentimiento de responsabilidad posee, y que propugna a su manera particular con sus medios particulares. La persona singular no se halla, sin embargo, ligada a una superior comunidad únicamente en el espacio, sino, de una forma más significativa aunque invisible, también en el tiempo.
La sangre de los padres late fundida con la suya, él vive dentro de reinos y vínculos que ellos han creado, custodiado y defendido. Crear, custodiar y defender: esta es la obra que él recoge de las manos de aquéllos en las propias, y que debe transmitir con dignidad. El hombre del presente representa el ardiente punto de apoyo interpuesto entre el hombre pasado y el hombre futuro. La vida relampaguea como el destello encendido que corre a lo largo de la mecha que ata, unidas, a las generaciones… las quema, ciertamente, pero las mantiene atadas entre sí, del principio al fin. Pronto, también el hombre presente será igualmente un hombre pasado, pero para conferirle calma y seguridad permanecerá el pensamiento de que sus acciones y gestos no desaparecerán con él, sino que constituirán el terreno sobre el cual los venideros, los herederos, se refugiarán con sus armas y con sus instrumentos.
Esto transforma una acción en un gesto histórico que nunca puede ser absoluto ni completo como fin en sí mismo, y que, por el contrario, se encuentra siempre articulado en medio de un complejo dotado de sentido y orientación por los actos de los predecesores y apuntando al enigmático reino de aquéllos de allá que aún están por venir. Oscuros son los dos lados, y se encuentran más acá y más allá de la acción; sus raíces desaparecen en la penumbra del pasado, sus frutos caen en la tierra de los herederos… la cual no podrá nunca vislumbrar quien actúa, y que es todavía nutrida y determinada por estas dos vertientes en las cuales justamente se fundan su esplendor sin tiempo y su suprema fortuna. Es esto lo que distingue al héroe y al guerrero respecto al lansquenete y aventurero: y es el hecho de que el héroe extrae la propia fuerza de reservas más altas que aquéllas que son meramente personales, y que la llama ardiente de su acción no corresponde al relámpago ebrio de un instante, sino al fuego centelleante que funde el futuro con el pasado. En la grandeza del aventurero hay algo de carnal, una irrupción salvaje, y en verdad no privada de belleza, en paisajes variopintos… pero en el héroe se cumple aquello que es fatalmente necesario, fatalmente condicionado: él es el hombre auténticamente moral, y su significado no reposa en él mismo únicamente, ni sólo en su día de hoy, sino que es para todos y para todo tiempo.
Cualquiera que sea el campo de batalla o la posición perdida sobre la que se halle, allí donde se conserva un pasado y se debe combatir por un futuro, no hay acción que esté perdida. La persona singular, ciertamente, puede andar perdida, pero su destino, su fortuna y su realización valen en verdad como el ocaso que favorece un objetivo más elevado y más vasto. El hombre privado de vínculos muere, y su obra muere con él, porque la proporción de esa obra era medida sólo respecto a él mismo.
El héroe conoce su ocaso, pero su ocaso semeja a aquel rojo sangre del sol que promete una mañana más nueva y más bella. Así debemos recordar también la Gran Guerra: como un crepúsculo ardiente cuyos colores ya determinan un alba suntuosa. Así debemos pensar en nuestros amigos caídos y ver en su ocaso la señal de la realización, el asentimiento más duro dirigido a la propia vida. Y debemos arrojar lejos, con un inmundo desprecio, el juicio de los tenderos, de aquellos que sostienen cómo “todo esto ha sido absolutamente inútil”, si queremos encontrar nuestra fortuna viviendo en el espacio del destino y fluyendo en la corriente misteriosa de la sangre, si queremos actuar en un paisaje dotado de sentido y de significado, y no vegetar en el tiempo y en el espacio donde, naciendo, hayamos llegado por casualidad.
No: ¡nuestro nacimiento no debe ser una casualidad para nosotros! Ese nacimiento es el acto que nos radica en nuestro reino terrestre, el cual, con millares de vínculos simbólicos, determina nuestro puesto en el mundo. Con él nos convertimos en miembros de una nación, en medio de una comunidad estrecha de ligámenes nativos. Y de aquí que vayamos después al encuentro de la vida, partiendo de un punto sólido, pero prosiguiendo un movimiento que ha tenido inicio mucho antes que nosotros y que mucho después de nosotros hallará su fin. Nosotros recorremos sólo un fragmento de esta avenida gigantesca; sobre este tramo, sin embargo, no debemos transportar sólo una herencia entera, sino estar a la altura de todas las exigencias del tiempo.
Y ahora, ciertas mentes abyectas, devastadas por la inmundicia de nuestras ciudades, surgen para decir que nuestro nacimiento es un juego del azar, y que “habríamos podido nacer, perfectamente, franceses lo mismo que alemanes”. Cierto, este argumento vale precisamente para quienes lo piensan así. Ellos son hombres de la casualidad y del azar. Les es extraña la fortuna que reside en el sentirse nacido por necesidad en el interior de un gran destino, y de advertir las tensiones y luchas de un tal destino como propias, y con ellas crecer o incluso perecer. Esas mentalidades siempre surgen cuando la suerte adversa pesa sobre una comunidad sancionada por los vínculos del crecimiento, y esto es típico de ellas. (Se reclama aquí la atención sobre la reciente y bastante apropiada inclinación del intelecto a insinuarse parasitariamente y nocivamente en la comunidad de sangre, y a falsear en ella la esencia según el raciocinio… es decir, a través del concepto, a primera vista correcto, de “comunidad de destino”.
De la comunidad de destino, sin embargo, formaría parte también el negro que, sorprendido en Alemania al inicio de la guerra, fue envuelto en nuestro camino de sufrimiento, en las tarjetas del pan racionado. Una “comunidad de destino”, en este sentido, se halla constituida por pasajeros de un barco de vapor que se hunde, muy diversamente de la comunidad de sangre: formada ésta por hombres de una nave de guerra que desciende hasta el fondo con la bandera ondeando).
El hombre nacional atribuye valor al hecho de haber nacido entre confines bien definidos: en esto él ve, antes que nada, una razón de orgullo. Cuando acaece que él traspase aquellos confines, no sucede nunca que él fluya sin forma más allá de ellos, sino en modo tal de alargar con ello la extensión en el futuro y en el pasado. Su fuerza reside en el hecho de poseer una dirección, y por tanto una seguridad instintiva, una orientación de fondo que le es conferida en dote conjuntamente con la sangre, y que no precisa de las linternas mudables y vacilantes de conceptos complicados. Así la vida crece en una más grande unidad, y así deviene ella misma unidad, pues cada uno de sus instantes reingresa en una conexión dotada de sentido.
Netamente definido por sus confines, por ríos sagrados, por fértiles pendientes, por vastos mares: tal es el mundo en el cual la vida de una estirpe nacional se imprime en el espacio. Fundada en una tradición y orientada hacia un futuro lejano: así se imprime ella en el tiempo. ¡Ay de aquél que cercena las propias raíces!… éste se convertirá en un hombre inútil y un parásito. Negar el pasado significa también renegar del futuro y desaparecer entre las oleadas fugitivas del presente.
Para el hombre nacional, en cambio, subsiste un peligro por otro lado grande: aquél de olvidarse del futuro. Poseer una tradición comporta el deber de vivir la tradición. La nación no es una casa en la cual cada generación, como si fuese un nuevo estrato de corales, deba añadir tan sólo un plano más, o donde, en medio de un espacio predispuesto de una vez por todas, no sirva otra cosa que continuar existiendo mal o bien. Un castillo, un palacio burgués, se dirán construidos de una vez y para siempre. Pronto, sin embargo, una nueva generación, empujada por nuevas necesidades, ve la obligación de aportar importantes cambios. O por otro lado la construcción puede acabar ardiendo en un incendio, o terminar destruida, y entonces un edificio renovado y transformado viene a ser construido sobre los antiguos cimientos. Cambia la fachada, cada piedra es sustituida, y todavía, ligada a la estirpe como se encuentra, perdura un sentido del todo particular: la misma realidad que fue en un principio. ¿Tal vez puede decirse que incluso tan sólo durante el Renacimiento o en la edad barroca ha existido una construcción perfecta? ¿Acaso es que entonces se detiene un lenguaje de formas válido para todos los tiempos? No, pero aquello que ha existido entonces, permanece de algún modo oculto en lo que existe hoy.
Y hoy en día, ello es quizás audazmente articulado como expresión de un sentir en las valoraciones de las supremas energías productivas, aun cuando a pesar de todo tal expresión es pensable únicamente sobre el terreno estratificado de la tradición. En cada línea, en cada unidad de medida, vibra secretamente eso que ha sido, y todavía esto es el presente y determina el rostro del conjunto, tanto como para elevarnos y arrastrarnos en el sentimiento que así se expresa: he ahí aquello que somos, ¡he ahí aquello que somos nosotros mismos! Y así debe ser. Así también, la sangre de la persona singular está mezclada por millares de corrientes de sangre misteriosa, a pesar de que esa persona singular no es por esto la suma de sus predecesores, no es sólo el portador de su voluntad y de la calidad de aquéllos, sino que, según una neta y bien definida peculiaridad, él es también él mismo. E igualmente, este es el caso para quien contempla la forma que abrazan la nación y el Estado. Ayer teníamos un imperio, hoy tenemos una república… mañana tendremos acaso de nuevo un imperio, y pasado mañana una dictadura. Cada una de estas figuras guarda, como invisible heredad, más o menos oculta en la profundidad de su lenguaje de formas, el contenido de aquello que es pasado; cada una de ellas tiene en cambio el deber de ser en todo y por todo ella misma, porque sólo así será alcanzada la plena valoración de la fuerza.
Esto vale también en estos momentos, para cada uno de nosotros. Ser herederos no significa ser epígonos. Y vivir en una tradición no quiere decir limitarse a aquella tradición. Heredar una casa comporta el deber de administrarla, y no ciertamente el de hacer de ella un museo. Se conservará así el consejo de los ancestros: “El reino deberá permanecer para nosotros (1)”, dijo Lutero depositando la piedra para edificar una iglesia; él sabía bien que un reino y un edificio, una fuerza y su expresión temporal, no son la misma cosa. “En verdad, el reino deberá permanecer para nosotros”, y esto vale también para cuanto nos ocupa, y una semejante voluntad de lo esencial se refiere también a nuestra real tradición: con la cual podemos contar bajo el techo de una república con la misma seguridad con la que puede acomodarse bajo un imperio. Aquello que de verdad importa es que la gran corriente de sangre se sirva de cada medio y de cada dispositivo ofrecido por el tiempo. [...]
No vivamos en un museo, sino en un mundo activo y hostil. No es tradición reavivada aquélla que el viejo soltero ostenta pintada sobre la propia cajetilla de cigarros, o aquélla exhibida en el adorno blanco y negro estampado sobre cada cenicero y sobre los tirantes. Esta no es sino propaganda en el sentido deteriorado, como, igualmente, formas de propaganda de pésimo gusto son en gran medida nuestros desfiles, las celebraciones conmemorativas y las jornadas de honorificación: empalagoso kitsch, bueno sólo para conquistar a algún simpatizante.
[...]
Sed en todo y para todo aquello que sois; entonces vuestro futuro y vuestro pasado vivirán en el fulcro, en el punto de apoyo ardiente del presente y en la más auténtica alegría de la acción. Tendréis entonces la verdadera tradición viviente y no sólo su centelleante reflejo, el cual podría proyectarse en cualquier sala de cine ciudadana.
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La Tradición fue publicado originalmente en la revista Die Standarte (El Estandarte), publicación de la organización de excombatientes llamados los Stahlhelm (Cascos de acero): “Die Standarte. Beiträge für di geistige Vertiefung des Frontgedankens. Sonderbeilage des Stahlhelm. Wochenschrift des Frontsoldaten”. (“El Estandarte. Contribución para la profundización del pensamiento del frente. Suplemento extraordinario del semanal de los soldados del frente”) Magdeburgo, año 1, Nº 10 del 8 de Noviembre de 1925, pag.2.
Versión en español de Ángel Sobreviela.
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